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El Pescailla, Antonio González

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SKU: VAMPI CD 131  |  , ,

Antonio González El Pescaílla, marido de la legendaria Lola Flores, cobra todo el protagonismo en esta selección de sus mejores temas para Belter. El rey de la rumba en la cima de su arrebatador poder. Incluye títulos claves del género como ‘Sarandonga’, ‘Que me coma el tigre’, ‘Sabor a mí’ y ‘Extraños en la noche’. Varios temas son duetos con Lola Flores.

Antonio Gónzalez Batista nació en el Barrio de Gràcia allá por 1926. Hijo de un gitano de pura cepa que se ganaba la vida bajando a vender pescado a Barcelona (de ahí lo del sobrenombre de El Pescaílla, aunque él prefería El Pescadilla) y a quien acompañaba desde niño en su menester. Por las noches lo haría también –mucho más gustosamente, imagino– cuando cantaba y tocaba la guitarra en El Tablao de la Pava. Desde muy temprano demostrará su talento. Aprende rápido las reglas del juego y pronto el boca a boca vuela por toda Barcelona. Avanzados los años 40, Antonio González es ya el príncipe de la rumba. Su sentido del ritmo comienza a tener la cadencia perfecta, chispeante y libre. Un ritmo que brota de la tradición y se perfeccionará por los aires cubanos: el son, el mambo, el guaguancó, el chachachá… La destreza infinita en pulsar la cadencia del latido acompasado se torna maestría. Adereza su lírica amargura con pinceladas escuetas y ajustadas: unos bongos aquí, las palmas rítmicas allá, la guitarra precisa acullá… Y la voz. Desnuda. El tono orgulloso, distinguido, atormentado. Sutiles quiebros, crescendos desbocados. En los albores de los 50 la longeva sociedad artística de Lola Flores y Manolo Caracol se rompe, cuarteada por otra ruptura, la de su relación personal. Lola está decidida a regir su destino. Comienza a forjar su leyenda y tras unos cuantos amoríos acaba al lado de Gerardo Coque, futbolista del Atlético de Madrid y coempresario con ella de su espectáculo. Encaprichada con el joven Antonio nada más verlo en Madrid, consigue que firme contrato con ellos. Será cosa de tiempo: los coqueteos entre bambalinas, los arrumacos cómplices, las miradas furtivas, el arte de la seducción, pronto producen sus efectos. Aunque Antonio no tiene ni tendrá nunca la ambición de Lola y, tanto en lo profesional como en lo sentimental, delega de primeras un mando que, por tradición y por época, debería ir por él gobernado. La historia sigue su curso. El mito de Lola es ya enorme, un monstruo gigantesco que devora todo lo que encuentra en su camino: hombres, público, canciones, ella misma. Antonio decide ser atrezzo antes que actor principal. Prácticamente convertido en mero guitarrista de puertas afuera, acompañante del mito, padre de sus hijos, discreto pero sólido apoyo, cada vez se encierra más en sí mismo. Películas, giras, programas de televisión, su sitio siempre en segundo plano. Y muy de vez en cuando el estallido de genio: una canción en alguno de los discos de ella, un papelito discreto en la pantalla, dos o tres rumbas en medio de su espectáculo, algún sencillo o EP cada vez más espaciados. Como el rey sin corona de un reino sin territorio, decide pasar los últimos veinte años de su vida recluido en su propio exilio: la familia, los recuerdos, los amigos, la gloria pasada, alguna juerga en El Lerele que muy bien puede durar varios días. En un género erróneamente tenido por jaranero, por mero afluente amable de algo más enjundioso, siempre ha sido contraproducente optar por el silencio. Más aún cuando dicho jaleo ha sido casi siempre el natural proceder para hacerse escuchar. Tan solo unos pocos –casualmente los más grandes– optarían por el silencio como la única manera cabal de hacerse oír. Antonio González Batista elegiría ese camino durante toda su vida. También el 12 de noviembre de 1999, a punto de acabar el siglo, discretamente y en silencio, hizo mutis por el foro. Ximo Bonet

Antonio González Batista (1925-1999), más conocido como El Pescaílla (pedía que le llamaran Pescadilla) fue un cantante, guitarrista y compositor español de flamenco y rumba. Considerado uno de los padres de la rumba catalana, su estilo influiría en multitud de artistas posteriores. Estuvo casado con la cantante y bailaora Lola Flores (1923-1995), con la que tuvo tres hijos, los cantantes Lolita Flores (1958), Antonio Flores (1961-1995) y Rosario Flores (1963).
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Antonio González El Pescaílla, marido de la legendaria Lola Flores, cobra todo el protagonismo en esta selección de sus mejores temas para Belter. El rey de la rumba en la cima de su arrebatador poder. Incluye títulos claves del género como ‘Sarandonga’, ‘Que me coma el tigre’, ‘Sabor a mí’ y ‘Extraños en la noche’. Varios temas son duetos con Lola Flores.

Antonio Gónzalez Batista nació en el Barrio de Gràcia allá por 1926. Hijo de un gitano de pura cepa que se ganaba la vida bajando a vender pescado a Barcelona (de ahí lo del sobrenombre de El Pescaílla, aunque él prefería El Pescadilla) y a quien acompañaba desde niño en su menester. Por las noches lo haría también –mucho más gustosamente, imagino– cuando cantaba y tocaba la guitarra en El Tablao de la Pava. Desde muy temprano demostrará su talento. Aprende rápido las reglas del juego y pronto el boca a boca vuela por toda Barcelona. Avanzados los años 40, Antonio González es ya el príncipe de la rumba. Su sentido del ritmo comienza a tener la cadencia perfecta, chispeante y libre. Un ritmo que brota de la tradición y se perfeccionará por los aires cubanos: el son, el mambo, el guaguancó, el chachachá… La destreza infinita en pulsar la cadencia del latido acompasado se torna maestría. Adereza su lírica amargura con pinceladas escuetas y ajustadas: unos bongos aquí, las palmas rítmicas allá, la guitarra precisa acullá… Y la voz. Desnuda. El tono orgulloso, distinguido, atormentado. Sutiles quiebros, crescendos desbocados. En los albores de los 50 la longeva sociedad artística de Lola Flores y Manolo Caracol se rompe, cuarteada por otra ruptura, la de su relación personal. Lola está decidida a regir su destino. Comienza a forjar su leyenda y tras unos cuantos amoríos acaba al lado de Gerardo Coque, futbolista del Atlético de Madrid y coempresario con ella de su espectáculo. Encaprichada con el joven Antonio nada más verlo en Madrid, consigue que firme contrato con ellos. Será cosa de tiempo: los coqueteos entre bambalinas, los arrumacos cómplices, las miradas furtivas, el arte de la seducción, pronto producen sus efectos. Aunque Antonio no tiene ni tendrá nunca la ambición de Lola y, tanto en lo profesional como en lo sentimental, delega de primeras un mando que, por tradición y por época, debería ir por él gobernado. La historia sigue su curso. El mito de Lola es ya enorme, un monstruo gigantesco que devora todo lo que encuentra en su camino: hombres, público, canciones, ella misma. Antonio decide ser atrezzo antes que actor principal. Prácticamente convertido en mero guitarrista de puertas afuera, acompañante del mito, padre de sus hijos, discreto pero sólido apoyo, cada vez se encierra más en sí mismo. Películas, giras, programas de televisión, su sitio siempre en segundo plano. Y muy de vez en cuando el estallido de genio: una canción en alguno de los discos de ella, un papelito discreto en la pantalla, dos o tres rumbas en medio de su espectáculo, algún sencillo o EP cada vez más espaciados. Como el rey sin corona de un reino sin territorio, decide pasar los últimos veinte años de su vida recluido en su propio exilio: la familia, los recuerdos, los amigos, la gloria pasada, alguna juerga en El Lerele que muy bien puede durar varios días. En un género erróneamente tenido por jaranero, por mero afluente amable de algo más enjundioso, siempre ha sido contraproducente optar por el silencio. Más aún cuando dicho jaleo ha sido casi siempre el natural proceder para hacerse escuchar. Tan solo unos pocos –casualmente los más grandes– optarían por el silencio como la única manera cabal de hacerse oír. Antonio González Batista elegiría ese camino durante toda su vida. También el 12 de noviembre de 1999, a punto de acabar el siglo, discretamente y en silencio, hizo mutis por el foro. Ximo Bonet

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Antonio González El Pescaílla, marido de la legendaria Lola Flores, cobra todo el protagonismo en esta selección de sus mejores temas para Belter. El rey de la rumba en la cima de su arrebatador poder. Incluye títulos claves del género como ‘Sarandonga’, ‘Que me coma el tigre’, ‘Sabor a mí’ y ‘Extraños en la noche’. Varios temas son duetos con Lola Flores.

Antonio Gónzalez Batista nació en el Barrio de Gràcia allá por 1926. Hijo de un gitano de pura cepa que se ganaba la vida bajando a vender pescado a Barcelona (de ahí lo del sobrenombre de El Pescaílla, aunque él prefería El Pescadilla) y a quien acompañaba desde niño en su menester. Por las noches lo haría también –mucho más gustosamente, imagino– cuando cantaba y tocaba la guitarra en El Tablao de la Pava. Desde muy temprano demostrará su talento. Aprende rápido las reglas del juego y pronto el boca a boca vuela por toda Barcelona. Avanzados los años 40, Antonio González es ya el príncipe de la rumba. Su sentido del ritmo comienza a tener la cadencia perfecta, chispeante y libre. Un ritmo que brota de la tradición y se perfeccionará por los aires cubanos: el son, el mambo, el guaguancó, el chachachá… La destreza infinita en pulsar la cadencia del latido acompasado se torna maestría. Adereza su lírica amargura con pinceladas escuetas y ajustadas: unos bongos aquí, las palmas rítmicas allá, la guitarra precisa acullá… Y la voz. Desnuda. El tono orgulloso, distinguido, atormentado. Sutiles quiebros, crescendos desbocados. En los albores de los 50 la longeva sociedad artística de Lola Flores y Manolo Caracol se rompe, cuarteada por otra ruptura, la de su relación personal. Lola está decidida a regir su destino. Comienza a forjar su leyenda y tras unos cuantos amoríos acaba al lado de Gerardo Coque, futbolista del Atlético de Madrid y coempresario con ella de su espectáculo. Encaprichada con el joven Antonio nada más verlo en Madrid, consigue que firme contrato con ellos. Será cosa de tiempo: los coqueteos entre bambalinas, los arrumacos cómplices, las miradas furtivas, el arte de la seducción, pronto producen sus efectos. Aunque Antonio no tiene ni tendrá nunca la ambición de Lola y, tanto en lo profesional como en lo sentimental, delega de primeras un mando que, por tradición y por época, debería ir por él gobernado. La historia sigue su curso. El mito de Lola es ya enorme, un monstruo gigantesco que devora todo lo que encuentra en su camino: hombres, público, canciones, ella misma. Antonio decide ser atrezzo antes que actor principal. Prácticamente convertido en mero guitarrista de puertas afuera, acompañante del mito, padre de sus hijos, discreto pero sólido apoyo, cada vez se encierra más en sí mismo. Películas, giras, programas de televisión, su sitio siempre en segundo plano. Y muy de vez en cuando el estallido de genio: una canción en alguno de los discos de ella, un papelito discreto en la pantalla, dos o tres rumbas en medio de su espectáculo, algún sencillo o EP cada vez más espaciados. Como el rey sin corona de un reino sin territorio, decide pasar los últimos veinte años de su vida recluido en su propio exilio: la familia, los recuerdos, los amigos, la gloria pasada, alguna juerga en El Lerele que muy bien puede durar varios días. En un género erróneamente tenido por jaranero, por mero afluente amable de algo más enjundioso, siempre ha sido contraproducente optar por el silencio. Más aún cuando dicho jaleo ha sido casi siempre el natural proceder para hacerse escuchar. Tan solo unos pocos –casualmente los más grandes– optarían por el silencio como la única manera cabal de hacerse oír. Antonio González Batista elegiría ese camino durante toda su vida. También el 12 de noviembre de 1999, a punto de acabar el siglo, discretamente y en silencio, hizo mutis por el foro. Ximo Bonet

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Antonio Gónzalez Batista nació en el Barrio de Gràcia allá por 1926. Hijo de un gitano de pura cepa que se ganaba la vida bajando a vender pescado a Barcelona (de ahí lo del sobrenombre de El Pescaílla, aunque él prefería El Pescadilla) y a quien acompañaba desde niño en su menester. Por las noches lo haría también –mucho más gustosamente, imagino– cuando cantaba y tocaba la guitarra en El Tablao de la Pava. Desde muy temprano demostrará su talento. Aprende rápido las reglas del juego y pronto el boca a boca vuela por toda Barcelona. Avanzados los años 40, Antonio González es ya el príncipe de la rumba. Su sentido del ritmo comienza a tener la cadencia perfecta, chispeante y libre. Un ritmo que brota de la tradición y se perfeccionará por los aires cubanos: el son, el mambo, el guaguancó, el chachachá… La destreza infinita en pulsar la cadencia del latido acompasado se torna maestría. Adereza su lírica amargura con pinceladas escuetas y ajustadas: unos bongos aquí, las palmas rítmicas allá, la guitarra precisa acullá… Y la voz. Desnuda. El tono orgulloso, distinguido, atormentado. Sutiles quiebros, crescendos desbocados. En los albores de los 50 la longeva sociedad artística de Lola Flores y Manolo Caracol se rompe, cuarteada por otra ruptura, la de su relación personal. Lola está decidida a regir su destino. Comienza a forjar su leyenda y tras unos cuantos amoríos acaba al lado de Gerardo Coque, futbolista del Atlético de Madrid y coempresario con ella de su espectáculo. Encaprichada con el joven Antonio nada más verlo en Madrid, consigue que firme contrato con ellos. Será cosa de tiempo: los coqueteos entre bambalinas, los arrumacos cómplices, las miradas furtivas, el arte de la seducción, pronto producen sus efectos. Aunque Antonio no tiene ni tendrá nunca la ambición de Lola y, tanto en lo profesional como en lo sentimental, delega de primeras un mando que, por tradición y por época, debería ir por él gobernado. La historia sigue su curso. El mito de Lola es ya enorme, un monstruo gigantesco que devora todo lo que encuentra en su camino: hombres, público, canciones, ella misma. Antonio decide ser atrezzo antes que actor principal. Prácticamente convertido en mero guitarrista de puertas afuera, acompañante del mito, padre de sus hijos, discreto pero sólido apoyo, cada vez se encierra más en sí mismo. Películas, giras, programas de televisión, su sitio siempre en segundo plano. Y muy de vez en cuando el estallido de genio: una canción en alguno de los discos de ella, un papelito discreto en la pantalla, dos o tres rumbas en medio de su espectáculo, algún sencillo o EP cada vez más espaciados. Como el rey sin corona de un reino sin territorio, decide pasar los últimos veinte años de su vida recluido en su propio exilio: la familia, los recuerdos, los amigos, la gloria pasada, alguna juerga en El Lerele que muy bien puede durar varios días. En un género erróneamente tenido por jaranero, por mero afluente amable de algo más enjundioso, siempre ha sido contraproducente optar por el silencio. Más aún cuando dicho jaleo ha sido casi siempre el natural proceder para hacerse escuchar. Tan solo unos pocos –casualmente los más grandes– optarían por el silencio como la única manera cabal de hacerse oír. Antonio González Batista elegiría ese camino durante toda su vida. También el 12 de noviembre de 1999, a punto de acabar el siglo, discretamente y en silencio, hizo mutis por el foro. Ximo Bonet

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